Si ha habido un drama en mi vida, ha tenido que ver con el tacto.

¿Cómo nos condicionan las experiencias táctiles que atesoramos desde la infancia, o desde el feto?

Parto de mi necesidad de contacto, de mi tragedia en relación con el tacto, para adentrarme en algo que observo más generalizado. Nuestra sociedad digital, en la que predominan las pantallas TÁCTILES, es en realidad cada vez menos táctil. Vivimos en un mundo progresivamente descorporeizado. Somos mentes proyectándonos, comunicándonos en tiempo real a través del espacio, como fantasmas. Estamos permanentemente en contacto, sin estar en contacto real. Nuestros dedos pulsan teclados y lisas y duras pantallas de cristal. Tememos que los robots nos destronen. Pero somos las personas las que nos estamos dejando robotizar.

Somos seres con infinitas posibilidades de comunicación, que estamos descuidando nuestra necesidad más primaria: el tacto. Mamíferos pseudorrobotizados, pero mamíferos al fin y al cabo, es decir, seres de contacto. Un ser humano puede vivir sin la vista, el oído, el gusto y el olfato, pero no puede sobrevivir sin las funciones que desempeña la piel, el órgano más extenso del cuerpo, representado en una gran área del cerebro.

Tocar es sentir. El sentido del tacto se vincula con el cuarto chakra, el centro corazón. Las manos están conectadas con el corazón.

Entre el siglo XIX y el XX, la mayoría de los niños recluidos en las inclusas fallecían. Con el tiempo, se constató que estas muertes se debían a la ausencia de contacto.

Yo fui un bebé deseado. Y mi madre me dio teta, pero apenas unos meses. Creo que me faltó teta, pero las personas con el eneatipo número 4 siempre pensamos que nos falta de todo. En esa época, no se recomendaba demasiada lactancia. Tampoco estaban de moda los mimos, los bracitos, el colecho…

Yo creo que perder la teta fue como la expulsión del paraíso.
O quizá nacer fue como la expulsión del paraíso…

El caso es que vivo con mucha sensación de paraíso perdido. Y no puedo dejar de vincular esta sensación con el tacto.

Con seis años, cuando vi cómo a mi mejor amiga le daba un enorme achuchón su hermana mayor, me quedé pasmada. Creyéndome ya adulta, me preguntaba: “¿Por qué la abrazan, si no es un bebé?”.

Dicen que la necesidad de contacto es tan importante que es mejor para el desarrollo haber sido golpeada en la infancia, que hayan abusado de ti, que haber sido ignorada.

Mi primer trauma consciente fue mi entrada en la guardería, donde me invadió un terrible sentimiento de orfandad. El hecho de que los niños me pegaran no contribuyó a mitigar mi angustia.

En casi todas las fotografías de mi infancia, aparezco con las manos apretadas, entrelazadas, buscando el permanente contacto de la una con la otra. Son manos que necesitan tenerse, tocarse, una a otra. Si no hay contacto con el exterior, nos queda el contacto con nosotras mismas.

Sin embargo, la sociedad muchas veces interfiere, incluso, en este contacto privado. Para calmar mi sistema nervioso irritado, yo solía acariciarme el extremo del lóbulo de la oreja, dándome un suave pellizquito, con la sensación de quedarme con un trocito de carne entre los dedos. En la guardería me quitaron esta costumbre, que debía de parecerles muy perniciosa.

El patio de las ruedas de la guardería estaba lleno de neumáticos de coche. Un día, varios niños me tiraron al suelo, junto a un charco; pusieron un montón de ruedas sobre mi cuerpo y comenzaron a saltar encima. Cuando se cansaron, retiraron los neumáticos que me aplastaban y, señalando el charco, gritaron: “¡Se ha meado!, ¡se ha meado!”.

Ese charco no era mío. Aunque yo sí me hacía pis en la cama, a menudo. Soñaba que orinaba, y los sueños eran tan reales… Recuerdo la humedad caliente entre las sábanas, y la asocio a la vergüenza y a la incapacidad de controlar…

La comida era nauseabunda en la guardería y yo solía ser la última en terminar. Para que espabilara, un día, cogiéndome de brazos y piernas, dos cuidadoras cumplieron su amenaza y me arrastraron hasta el “MOLINILLO”, un gigantesco lavaplatos industrial, que a mí me parecía una máquina de muerte y tortura, diciendo que me iban a meter ahí dentro. Casi muero de miedo. Ahora soy la más rápida comiendo; devoro la comida con ansia, como si me persiguieran.

Ya en el colegio, también imperaban la disciplina y los castigos. Pero, cuando se cruzaba conmigo por los pasillos, Don Isidoro me cogía del moflete con un afecto que me hacía sentir(me), ser. Esa mano apretando mi moflete me llenaba de calidez todo el cuerpo, llegando a lo más profundo. Don Isidoro fue mi profe de Lengua en primero de EGB. Soy editora de textos seguramente porque él me alentó a escribir. Cuando hace un tiempo volví a verle, me eché a llorar como una niña. Aquel día, Don Isidoro se cruzó en el colegio con un niño flaquito y tímido, y le cogió el moflete como treinta años atrás me lo había cogido a mí; sentí cómo al niño le inundaba una oleada de satisfacción de ser. Creo que estos gestos podrían salvar a la humanidad.

También recuerdo la ingenuidad de la sexualidad infantil: siendo muy pequeñas, las tres hermanitas nos tocábamos entre nosotras, y tocábamos a nuestro vecino Antoine. En nuestras caricias, incluíamos la zona púbica, donde sentíamos muchas cosquillas. Hubo un momento en que eso terminó. Probablemente nos coartaron el impulso.

Pero tengo otro recuerdo, con nueve años. Iba sola en un autobús donde nos apretábamos como sardinas en lata. Un tipo comenzó a tocarme los glúteos. Conseguí con esfuerzo darme la vuelta, y el enorme indeseable, que apestaba a alcohol, empezó a tocar entonces mi zona púbica, mientras miraba al infinito, disimulando. Entonces, no es que no conociera el término “abuso”, es que ni siquiera conocía el concepto. Sentí mucho miedo; parálisis; mi supervivencia amenazada.

Más adelante, según iba madurando sexualmente, y a pesar de que he disfrutado bastante en ese terreno, mi necesidad de afecto táctil desembocó muchas veces en relaciones en las que primero disfrutaba de las caricias y al final me sentía como una especie de muñeca inflable, cariñosa, confortable y penetrable.

A veces también pienso que el paraíso es la animalidad perdida. Y la “caída del hombre”, la caída del mono del árbol.
Los primates se tocan con frecuencia, suelen sentarse y dormir juntos y se acicalan entre sí. Los chimpancés se dan palmadas unos a otros, posan la mano en la espalda de otro como medida tranquilizadora, se besan y se hacen cosquillas.

Entre los muchos estudios con animales que presenta Ashley Montagut en su libro sobre el tacto, hay uno sobre conejos: los conejos acariciados y con los que se había jugado padecían solo la mitad de ateroesclerosis que los conejos que no habían recibido esos cuidados. Mi padre también padece ateroesclerosis o endurecimiento de las arterias. En mi familia, apenas nos tocamos y, cuando alguna vez he tocado a mi padre, con la excusa de darle reiki, he sentido su cuerpo endurecido, como si fuera de madera llena de nudos. Me atrevo a pensar que las caricias podrían prevenir la ateroesclerosis.

Un célebre experimento mostró cómo las crías de mono separadas de sus madres preferían permanecer con unas “madres” sustitutas que no daban leche, pero eran confortables, pues estaban fabricadas con tela mullida, que con unas madres que daban leche, pero estaban hechas de duro alambre.

Mi amiga Olvido trabaja en un centro de menores. Ajmet es uno de ellos. Tiene una incapacidad del 80 por ciento. Su madre le golpeaba. El chaval se engancha a menudo a los mofletes y la mullida tripita de mi amiga, las partes más blandas de su cuerpo. Ajmet es un superviviente. Parece necesitado de un contacto muy básico, pero no existe ningún protocolo de “atención táctil” en este centro de menores. Tiene todo el cuerpo dolorido, sobre todo los pies. A escondidas, mi amiga Olvido se los masajea.

¿Cómo serían las biografías táctiles de ciertos personajes históricos, de científicos, artistas, escritores, dictadores, genocidas? ¿Cómo afectaron sus experiencias táctiles a su visión del mundo, a sus elecciones y creaciones?

Hitler fue un bebé precioso e inocente. Su padre le apaleaba. Estudiando su caso, Alice Miller afirma que la vida de un asesino de masas refleja los incontables asesinatos a los que fue sometido de niño: “Experimentar de manera consciente la propia victimización en lugar de ignorarla protege del sadismo (…), de la compulsión de atormentar y humillar a otros”.

En el siglo XVIII, en su visionario ensayo Emilio o De la educación, Rousseau situó el tacto como el primero de los sentidos. ¿Cómo fue la biografía táctil de un filósofo que insólitamente concedió tanta importancia en la pedagogía a un sentido tan poco “ilustrado”? Sabemos que su madre, Suzanne, falleció nueve días después de haberle dado a luz.

¿Cuál es la relación entre civilización y tactilidad? ¿Retrocede la tactilidad según avanza la civilización? Al pensador humanista Erasmo de Róterdam, le sorprendió el cariñoso trato que le dispensaron en Inglaterra a finales del siglo XV. Entusiasmado, Erasmo constató cómo los besos abundaban en cualquier reunión: “El primer acto de hospitalidad es un beso (…) Nunca te quedas sin ellos (…) dulces y fragantes (…) hubieras deseado ser viajero toda tu vida en Inglaterra”. ¿Alguien se imaginaba una Inglaterra tan socialmente cariñosa?

Hace unos meses, rompí a llorar cuando mi madre me transmitió lo que mi abuelo decía de mí: “Esta niña lo único que necesita es cariño”. Y eso que mi abuelo me abrazaba tan fuerte que yo huía de él, gritando: “¡El Asfixio!, ¡El Asfixio!, ¡que viene El Asfixio!”.

Proclamo el derecho universal al afecto táctil y a las reparaciones táctiles.

Gracias al contacto que me ha sido dado. Gracias a él estoy viva. Gracias por todas las caricias, por toda la ternura, por todos los abrazos, por todos los masajes, que me han dado vida nueva. GRACIAS.

© M. Norecmar