Es posible que la puerta al paraíso no sea tan estrecha como cuenta la leyenda, aunque seguramente sí que exige llegar ligero de equipaje. Lo que es casi seguro es que allí las noches son claras, también cuando no hay luna, porque las estrellas están tan visibles en la bóveda celeste -las hay de tantos tamaños y a tantas distancias diferentes- como el manto de noctilucas suspendidas en el mar y refulgiendo en la arena de la orilla con cada caricia de espuma salada.

El acceso a Cabo Polonio tiene sin duda su propia puerta misteriosa -no puede ser de otra forma llevando a un lugar donde el cuerpo respira en sintonía con el viento, y donde la gratitud hacia la naturaleza pulsa por su cuenta en los poros de la piel, en medio del asombro y de la paradoja de saberse un intruso en ese hábitat de lobos marinos, mezclada con una extraña sensación -con una extraña certeza- de haber llegado por fin a casa.

Una caminata de cuatro horas desde Valizas, después de cruzar el arroyo del mismo nombre, sobre inmensas y preciosas dunas de arena y esculturas de granito a orillas del Atlántico, nos preparó para la llegada al lugar más remoto de la civilización que muchos de nosotros habíamos visto nunca. Allí nos esperaba una particular puerta -un arco de pañuelos- que a modo de rito de entrada nos habían preparado quienes prefirieron hacer de transporte escoba con los equipajes de todos, en los camiones todoterreno regulares, los únicos vehículos rodados a los que está permitido el acceso al cabo, salvo contadísimas excepciones.

Cuarenta de los casi 350 participantes del 11º Congreso Internacional de Río Abierto, celebramos un fin de fiesta acorde con todo lo vivido en Piriápolis y en Montevideo, en medio de un privilegio del que quizá no éramos del todo conscientes en ese momento; tal es la sobredosis de mar y de arena, y de aire limpio que atraviesa el sentir y el entendimiento, al punto que se agradece la orientación que brinda el precioso y mítico faro en la punta del cabo, cuyos doce segundos de oscuridad son famosos gracias a Jorge Drexler.

El viaje había empezado el día anterior en el autobús desde Montevideo que nos condujo primero al magnífico monte de ombúes, de Rocha, una rareza para la ciencia botánica porque se les supone árboles solitarios, un paraje salpicado de ejemplares monumentales, donde un asado a la hora del almuerzo resultó el aporte protéico adecuado para el desgaste que traíamos y el ejercicio que nos esperaba. Y a continuación seguimos viaje a Valizas, el pintoresco pueblo pesquero que vio nacer al grupo Cuatro pesos de propina. 

Desde allí, iba a empezar al día siguiente la caminata que nos llevaría a nuestro destino paradisiaco. Para entonces ya estábamos maravillados con los emplazamientos que íbamos recorriendo, y sobre todo con la fluidez de toda la organización que asumieron Sonia Wolf, Ana Peri y Florencia Rivas, que se hizo especialmente llamativa al llegar al Cabo, cuya dotación hostelera y restaurantes parecían no alcanzar a dar cabida a tantos como éramos.

Repartidos por lo tanto en varios establecimientos, compartimos aquella fiesta de baños de mar brava o en calma según soplara el viento y según escogiéramos entre las playas norte o sur, y de noches claras llenas de chispas de inspiración -sin apenas luz eléctríca; el faro siempre orientando- y de cantos al amor del fuego y las guitarras, en una suerte de pueblo de apenas unas decenas de casas -todas dotadas de habitaciones turísticas- fuera de temporada, y salpicado de animales domésticos en libertad. Tan cercano al paraíso…

Algunos veníamos de haber vivido Piriápolis en la fase del congreso restringida a instructores y alumnos avanzados, y de haberlo dado todo en el programa abierto desarrollado en Montevideo, además de haber disfrutado de la semana de clases abiertas en el Espacio de Desarrollo Armónico, y de los espectáculos ofrecidos en la Fundación por la Paz Graciela Figueroa, pero nadie parecía haberse cansado de bailar, casi que los cuerpos lo hacían de forma natural, cuando la ocasión lo propiciaba. .

Las horas en Cabo Polonio transcurrieron de un modo desconocido -allí el tiempo tiene otra dimensión, como la tiene también la luz del alba o la del atardecer que tiñe de tonos imposibles las rocas, la arena y el faro, en escenas que parecen atestiguar con todo respeto los leones marinos. Después de todo aquello, nada puede volver a ser lo mismo -después de todo aquello, no es posible desconfiar de las puertas dimensionales.

La vuelta, tocada en parte con la añoranza anticipada del fin de lo vivido, aún guardaba una última sorpresa antes de llegar a Montevideo: un pintoresco restaurante al borde del Mar del Plata -loco en el aspecto y extraordinario en la calidad de la concina-, el Mar-Íntimo cerro sus puertas para nosotros con un pescado de temporada delicioso, que nos permitió compartir por última vez mesa y mantel a quienes nos resultaba fácil sentirnos hermanos, después de vivencias tan definitivamente inolvidables.

A todos nos asistía un manto de bendiciones, alegría y gratitud después e Cabo Polonio. Habíamos visto noctilucas y cielos infinitamente estrellados -hay puertas que no tienen marcha atrás.

Gracias, Cabo Polonio; gracias, Uruguay.