Empecé a trabajar el año pasado en un instituto público, en un programa de educación post-obligatoria para adolescentes con discapacidad intelectual. Mi primera vez. Nunca había trabajado enseñando y nunca con personas con discapacidad.
Tras unos meses adaptándome a la situación, pude empezar a conocerlos. Lo primero que aprendí de ellos es que saben usar sus herramientas, -igual que tú y que yo- y que tratarlos de “pobrecitos” era caer en su trampa, además de no hacerles ningún favor. Lo segundo, que los límites son tan necesarios como respirar, que les cuesta respetar los de los demás, así como saber dónde poner los suyos propios. La tercera, que nuestro afán por “mejorarlos” es vanidad disfrazada, y que ellos no necesitan ser diferentes a como son. La cuarta, que no aprenden nada –o muy poco- de lo que comúnmente se denomina currículum.
Cuando llevaba algunas semanas trabajando, mi coordinador me propuso que les diera clases de yoga, así que me los llevé al gimnasio -una hora por semana-, pero en vez de pedirles que se tumbaran en una esterilla… les puse a bailar.
El primer día se negaron más de la mitad a quitarse los zapatos. Tardé tres meses para que el grupo entrara en alguna dinámica y se sostuviera allí, sin escaparse molestando a un compañero, escondiéndose tras las risas, las vergüenzas, o tras todas las resistencias que pudieron encontrar. Tres meses tardé en salir de clase sintiendo que había hecho una clase, y no sólo contenido, amonestado, controlado… en definitiva, estado en lucha con ellos. Fueron tres meses muy cansados.
Después de las vacaciones de Navidad el grupo se abrió y los chicos empezaron a seguir las consignas que les daba. Entonces pude ver que quizás no era solo que no quisieran seguirlas, era que no sabían, que no podían. Salió a flote una generalizada falta de coordinación, una rigidez corporal que les impedía las flexiones más sencillas, falta de apoyos y grandes dificultades para escuchar el cuerpo e identificar sensaciones, emociones o pensamientos. Ni imaginar el poder expresarlos.
Me dediqué a trabajar los centros inferiores, casi toda la clase se movía alrededor de dar raíz y como mucho subía al corazón. Recuerdo que no querían tocarse. Cuando se rozaban, empezaban a insultarse y a amenazarse entre ellos mientras yo intentaba no perder el grupo, reconduciendo sin prestar demasiada atención a aquello, y les seguía proponiendo cada nueva clase una dinámica de contacto. Al final dejaron de insultarse.
El día que introduje plásticas, hacia finales del segundo trimestre, recuerdo que me miraron como si estuviera loca. Ahí dudé si realmente era el camino, pero insistí, insistí, y sigo insistiendo. Y hay veces que les sirve, que alguno grita de repente, o suelta un insulto al aire, y siento que algo se ha liberado.
Actualmente llevo con ellos dos cursos; algunos alumnos se incorporaron nuevos este año (los cuales confirmaron la regla de los tres meses para empezar a colaborar activamente). Las clases con los de segundo son una delicia. Algunos cuando llegan lo primero que hacen es quitarse los zapatos, aunque el suelo esté helado y yo no me los quite. Ya se tocan, y desde hace meses todos los días, siempre antes de empezar, me preguntan: ¿Marta, hoy haremos masaje?
Hay un chico –al que llamaré Hugo- con un diagnóstico de TEA (Trastorno de espectro autista) severo. Tiene 21 años y muchas dificultades en el trato con las personas, se pasa la clase levantándose, golpeando la mesa u otros muebles (con ritmo, eso sí), es absolutamente rígido con los horarios y cualquier cambio le altera durante días. Los 45 minutos que dura el descanso en el patio los pasa corriendo en líneas rectas, pues es la forma en que ha aprendido a tranquilizarse.
Cuando empezamos “Educación Corporal” (así llamo a la asignatura), se negaba a participar. Su hora de clase discurría corriendo alrededor nuestro, sentándose y levantándose del suelo, hablando a los compañeros, y a cualquier cosa que yo le pedía me respondía: “No, yo no hago eso”. No por creo que estuviera desafiándome, simplemente no lo hacía porque nunca antes lo había hecho, y hacer algo nuevo no entraba dentro de su esquema. Las únicas veces en que he visto a Hugo sentado y concentrado es delante de un cuaderno de ejercicios, especialmente si es de matemáticas.
En febrero de este año se cambió el funcionamiento interno del departamento y eso conllevó modificaciones de horarios, de compañeros, de profesores, de asignaturas… Se acordó que la asignatura de Educación Corporal iba a dejar de formar parte del currículum para Hugo. Nadie se lo había dicho aún, y sin embargo él ya nos perseguía por el pasillo gritándonos: “que no me quiten corporal, que no me desapunten”, como si se tratara aquello de una extraescolar a la que te matriculas por trimestres. “Que no me desapunten…”, decía, en una especie de ruego a una figura parental, severa e indefinida, que tenía el poder de decidir sobre el devenir de su vida.
Al final no le quitaron corporal, la asignatura sobrevivió a la inspección y a la reestructuración del departamento, imagino en parte porque Hugo se encargó de perseguirnos a todo el equipo docente y parte de dirección con ese “que no me lo quiten”, y cada vez se te rompía el corazón de ver a un chico TEA agarrándose con uñas y dientes a este nuevo espacio que había encontrado –más allá de las carreras en línea recta- para conectar consigo mismo y, a través de su cuerpo, con su propia calma.
Actualmente Hugo no se pierde una sola clase. Entra y sale de las dinámicas a su gusto, se queja a cada rato de volumen de la música, y me sigue diciendo “No, yo no hago eso”, para acto seguido atreverse a probarlo. Hoy es capaz de seguir una relajación de diez minutos sin moverse, hacer respiraciones profundas y tolerar el contacto con los compañeros (a veces más, a veces menos). Y siempre al final de la clase, las manos unidas en el círculo de cierre, les pregunto ¿Cómo os vais? Y él inequívocamente responde siempre: “más tranquilo.”
Marta Beltrán